Los niños que me han tocado tienen tres y cinco años, es decir, son pequeños demonios con cara de angelitos. No hay que dejarse engañar: tan pronto te están abrazando con todas sus fuerzas como te pegan una verdadera paliza al grito, digno de una película de miedo de bajo presupuesto, de "DÓNDE ESTÁ MI MAMÁ?".
Una de nuestras excursiones al parque fue especialmente accidentada porque, mientras el diablo me mantenía entretenida corriendo peligrosamente hacia la carretera, la diabla aprovechó para abrirse la cabeza contra una barra de metal (ahora al parque los lleva su padre). De camino a casa, encontramos una flor morada en el camino. La niña, curiosa como todas las niñas, se olvidó de lo mucho que le había dolido el golpe y me preguntó cómo se llamaba.
No soy jardinera y me he criado en una ciudad. Si hay un límite de lo poco que se puede saber de plantas, yo lo he alcanzado y me esfuerzo por superarlo. No toco ninguna hoja por miedo a que sea una ortiga. Por ello contesté, con toda sinceridad, que no tenía ni idea. En realidad mis palabras exactas fueron, en un alemán un poco dudoso, "no sé, no se me dan bien las flores".
Cinco años de vida. Cinco años de experiencias, de alegrías, de disgustos, de potitos, de baberos y de maldad. Cinco años, tres meses, dos semanas y un breve instante en que la niña meditó antes de sentenciar con una enorme sonrisa en la cara:
"Ni el alemán tampoco".